2000–2009
¿Cómo puedo convertirme en la mujer en quien sueño?
Abril 2001


¿Cómo puedo convertirme en la mujer en quien sueño?

“Son criaturas de divinidad; son hijas del Todopoderoso. Su potencial es ilimitado y su futuro es magnífico, si toman las riendas del mismo”.

Gracias por ese bello himno. Gracias por sus oraciones; gracias por su fe; gracias por lo que son. Mujeres jóvenes de la Iglesia, muchas gracias. Y gracias a ustedes, hermana Nadauld, hermana Thomas y hermana Larsen, por los maravillosos discursos que han dado a estas jovencitas esta noche.

¡Qué panorama tan maravilloso son ustedes en este gran recinto. Hay otros cientos de miles reunidas en todo el mundo; nos escucharán en más de una veintena de idiomas; nuestros discursos serán traducidos a sus idiomas nativos.

Es una responsabilidad formidable el dirigirme a ustedes, pero al mismo tiempo es una tremenda oportunidad. Suplico la dirección del Espíritu, el Espíritu Santo, sobre el cual hemos escuchado tanto esta noche.

Aunque provienen de diversas nacionalidades, todas forman parte de una gran familia. Son hijas de Dios; son miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. En su juventud hablan del futuro, el cual es brillante y lleno de promesa; hablan de esperanza, fe y logros; hablan de bondad, amor y paz; hablan de un mundo mejor que el que jamás hayamos conocido.

Son criaturas de divinidad; son hijas del Todopoderoso. Su potencial es ilimitado y su futuro es magnífico, si toman las riendas del mismo. No permitan que su vida vaya sin rumbo de manera infructuosa e inÚtil.

El otro día alguien me obsequió un ejemplar del anuario de mi escuela de enseñanza media. Parecería que cuando la gente se cansa de los libros viejos, me los mandan a mí. Pasé una hora hojeándolo y viendo las fotografías de mis amigos de hace 73 años que conformaban la clase de 1928.

La mayoría de los que aparecen en ese anuario ya han vivido sus vidas y han dejado de existir. Algunos de ellos parecen haber vivido sin ningÚn propósito, mientras que otros vivieron llevando a cabo grandes logros.

He contemplado el rostro de los muchachos que eran mis amigos y compañeros; una vez estuvieron llenos de vigor; eran brillantes y llenos de energía. Ahora, los que quedan están arrugados y son lentos para caminar. Sus vidas aún tienen razón de ser, pero no tienen la vitalidad que una vez tuvieron. En ese antiguo anuario contemplé el rostro de las chicas que conocí; muchas de ellas ya han fallecido, y el resto vive en las sombras de la vida; pero aún siguen siendo hermosas y fascinantes.

Mis pensamientos se remontan a esos jóvenes y jovencitas de mi juventud, a la época en que se encuentran ustedes ahora. En su mayor parte, éramos un grupo feliz; disfrutábamos de la vida. Creo que teníamos aspiraciones. La siniestra y terrible depresión económica que cubrió la tierra no ocurriría hasta dentro de otro año; 1928 fue una época de elevadas esperanzas y sueños de esplendor.

En nuestros momentos de quietud todos éramos soñadores: los muchachos soñaban en montañas aún sin conquistar y carreras aún por vivir; las muchachas soñaban en convertirse en la clase de mujer que la mayoría de ellas veía en su madre.

Al meditar en eso, he decidido titular mi discurso para esta noche: “¿Cómo puedo convertirme en la mujer en quien sueño?”.

Hace algunos meses me dirigí a ustedes y a los jóvenes de la Iglesia. Sugerí seis puntos importantes que debían llevar a la práctica. ¿Podríamos decirlos juntos? Intentémoslo: Sean agradecidos, sean inteligentes, sean limpios, sean verídicos, sean humildes, sean dedicados a la oración.

No tengo ni la menor duda de que esos modelos de conducta resultarán en éxito, felicidad y paz. Se los vuelvo a recomendar, con la promesa de que si los ponen en práctica, sus vidas serán fructíferas y de mucho bien. Yo creo que tendrán éxito en sus empeños. Conforme vayan madurando, estoy seguro de que ustedes mirarán hacia atrás con agradecimiento por el modo en que eligieron vivir.

Esta noche, al dirigirme a ustedes, jovencitas, quisiera mencionar algunas de esas mismas cosas, sin repetir las mismas palabras. Valen la pena repetirse, y otra vez se las recomiendo.

En el anuario que he mencionado aparece la fotografía de una jovencita; era inteligente, optimista y bella. Era una persona encantadora. Para ella, la vida podía resumirse en una sola palabra: diversión. Ella salía con los muchachos y desperdiciaba los días y las noches bailando, estudiando poco, pero no demasiado, lo suficiente para sacar calificaciones que le permitieran graduarse. Se casó con un muchacho igual que ella. El alcohol se apoderó de su vida; no podía vivir sin él; era su esclava. Su cuerpo sucumbió a sus efectos nocivos. Tristemente, su vida se esfumó sin lograr nada.

En ese anuario está la fotografía de otra jovencita. No era particularmente bella, pero tenía una imagen sana y saludable, una chispa en la mirada y una sonrisa en el rostro. Ella sabía por qué estaba en la escuela; estaba allí para aprender. Ella soñaba en la clase de mujer que deseaba ser y modeló su vida de acuerdo con ello.

También sabía cómo divertirse, pero sabía cuándo dejar de hacerlo y concentrarse en otras cosas.

En ese tiempo había un joven en la escuela que provenía de un pueblito rural; era de escasos recursos; llevaba el almuerzo en una bolsa de papel y daba la apariencia de ser un poco como la granja de la cual provenía. No tenía nada en especial que fuera apuesto o atractivo; era buen estudiante; se había fijado una meta; era una meta elevada y, a veces, parecía casi imposible de alcanzar.

Esos dos jóvenes se enamoraron. La gente decía: “¿Qué ve él en ella?” o, “¿Qué ve ella en él?”. Cada uno vio algo maravilloso que nadie más captó.

Se casaron al graduarse de la universidad; economizaron y trabajaron; el dinero era muy escaso. Él continuó estudios de posgrado; ella continuó trabajando por un tiempo; luego llegaron los hijos y ella les dedicó su atención.

Hace algunos años, regresaba yo en avión de un viaje al este del país. Era ya tarde; caminaba por el pasillo en la penumbra y advertí a una mujer que dormía con la cabeza recostada en el hombro de su esposo. Ella despertó cuando yo me acercaba. Inmediatamente reconocí a la muchacha que había conocido en la escuela secundaria hacía tanto tiempo. Reconocí al muchacho que también había conocido; ambos entraban en sus años de vejez. Al conversar, ella mencionó que sus hijos ya eran mayores y que ya los habían hecho abuelos. Con orgullo me dijo que regresaban del Este donde él había ido a presentar una disertación académica. Allí, en una gran convención, había recibido los honores de sus compañeros de profesión de todo el país.

Me enteré que habían sido activos en la Iglesia, prestando servicio en cualquier puesto al que fueran llamados. SegÚn todas las indicaciones, eran personas de éxito; habían logrado las metas que se habían fijado. Habían recibido honores y respeto, y habían hecho una contribución formidable a la sociedad de la cual formaban parte. Ella se había convertido en la mujer que había soñado ser e incluso había excedido ese sueño.

Al volver a mi asiento en el avión, pensé en las dos jóvenes de las que les he hablado esta noche. La vida de una de ellas había quedado comprendida en la palabra “diversión”; una vida sin ton ni son, sin estabilidad, sin una contribución a la sociedad, sin ambición. Había acabado en sufrimiento y dolor, y una muerte prematura.

La vida de la otra había sido difícil; había significado economizar y ahorrar; había significado trabajar y luchar para seguir adelante; había significado comida sencilla y ropa simple y un apartamento muy modesto durante los años del esfuerzo inicial del esposo por empezar su profesión. Pero de ese terreno, al parecer estéril, había crecido una planta, sí, dos plantas, una al lado de la otra, que florecieron y dieron fruto en forma bella y maravillosa.

Esa hermosa pareja en flor era una manifestación del servicio al prójimo, de la generosidad mutua, del amor, el respeto y la fe en el compañero propio, de la felicidad conforme satisfacían las necesidades de los demás en las diversas actividades en las que participaban.

Al meditar en la conversación que había sostenido con ellos, tomé la determinación en mi interior de esforzarme un poco más, de ser un poco más dedicado, de fijarme metas un poco más elevadas, de amar a mi esposa con un poco más de intensidad, de ayudarla, atesorarla y cuidarla.

De modo que, mis queridas y jóvenes amigas, siento el deseo ferviente, sincero y ansioso de decirles algo esta noche que les ayude a convertirse en la mujer que sueñan llegar a ser.

Para empezar, deben ser puras, porque la inmoralidad arruinará sus vidas y les dejará una cicatriz que nunca podrán borrar. Sus vidas deben tener un propósito. Estamos aquí para lograr algo, para favorecer a la sociedad con nuestros talentos y nuestro conocimiento. Puede haber diversión, sí, pero se debe reconocer el hecho de que la vida es seria, de que los riesgos son grandes, pero que ustedes pueden superarlos si se disciplinan a sí mismas y buscan la infalible fortaleza del Señor.

Permítanme asegurarles que si ustedes han cometido un error, si han sido partícipes de comportamiento inmoral, no significa que todo esté perdido. Es posible que el recuerdo de ese error persista en la memoria, pero el hecho puede ser perdonado y ustedes pueden sobreponerse al pasado para llevar vidas plenamente aceptables ante el Señor si se han arrepentido. Él ha prometido que les perdonará sus pecados y no los recordará más en su contra (véase D. y C. 58:42).

Él ha establecido un mecanismo que consiste de padres y líderes de la Iglesia serviciales para que les ayuden en sus dificultades. Ustedes pueden dejar atrás cualquier maldad en la que hayan tomado parte; pueden seguir adelante con una renovación de esperanza y de aceptación hacia un estilo de vida mucho mejor.

Pero aún quedarán cicatrices. La mejor manera, la Única manera, es que eviten caer en la trampa de la maldad. El presidente George Albert Smith solía decir: “Permanezcan en la línea del lado del Señor” (Sharing the Gospel with Others, sel. Preston Nibley, 1948, pág. 42). Ustedes llevan en su interior instintos poderosos y terriblemente persuasivos que a veces las impulsan a ceder y a “irse de juerga”. No deben hacerlo; no pueden hacerlo. Ustedes son hijas de Dios con tremendo potencial. Él espera grandes cosas de ustedes, al igual que otras personas. No deben ceder ni por un minuto; no sucumban al impulso. Debe haber disciplina, fuerte e inflexible. Huyan de la tentación, al igual que José huyó de las artimañas de la esposa de Potifar.

No hay nada más maravilloso en este mundo que la virtud; ésta resplandece sin mancha; es preciosa y bella; es de valor incalculable; no se puede comprar ni vender; es el fruto del autodominio.

Jovencitas, ustedes pasan mucho tiempo pensando en los muchachos; pueden divertirse con ellos, pero nunca sobrepasen la línea de la virtud. Cualquier joven que las invite, las anime o les exija a participar en cualquier clase de comportamiento sexual no es digno de su compañía. Deséchenlo antes de que la vida de ustedes y la de él queden en la ruina. Si ustedes pueden disciplinarse de esa manera, se sentirán agradecidas por el resto de su vida. La mayoría de ustedes se casará y su matrimonio será mucho más feliz al haberse refrenado en su juventud. Serán dignas de ir a la Casa del Señor; no hay sustituto adecuado para esa formidable bendición. El Señor nos ha dado una maravillosa orden; él dijo: ”…deja que la virtud engalane tus pensamientos incesantemente” (D. y C. 121:45). Esa orden se convierte en un mandamiento que se debe observar con diligencia y disciplina, y a ella la acompaña la promesa de bendiciones extraordinarias y admirables. Él les ha dicho a los que viven con virtud: ”…entonces tu confianza se fortalecerá en la presencia de Dios…

“El Espíritu Santo será tu compañero constante, y tu cetro, un cetro inmutable de justicia y de verdad; y tu dominio será un dominio eterno, y sin ser compelido fluirá hacia ti para siempre jamás” (D. y C. 121: 45–46).

¿Podría haber una promesa más sublime y hermosa que ésta?

Encuentren propósito en su vida. Elijan las cosas que les gustaría hacer y edÚquense a fin de ser eficaces en su empeño por lograrlas. Para la mayoría es muy difícil escoger una vocación. Ustedes tienen la esperanza de que se casarán y de que todo quedará arreglado. En estos tiempos, una jovencita necesita estudios formales; necesita los medios a través de los cuales pueda ganarse la vida en caso de encontrarse en una situación en donde tenga que hacerlo por necesidad.

Estudien sus opciones; oren con fervor al Señor para que las guíe; luego, prosigan su curso con determinación.

La gama entera de oportunidades está a la disposición de la mujer; no hay nada que ustedes no puedan hacer si se esfuerzan por lograrlo. En el sueño de la mujer que quisieran llegar a ser podrían incluir la imagen de una que esté preparada para servir a la sociedad y hacer una importante contribución al mundo del cual forma parte.

El otro día estuve en el hospital unas cuantas horas. Me familiaricé con mi alegre y experta enfermera; era la clase de mujer que ustedes podrían soñar llegar a ser. Desde que era pequeña, decidió que quería ser enfermera. Recibió los estudios necesarios para encontrarse entre las mejores en ese ramo; se esforzó en su vocación y llegó a convertirse en experta en ella. Decidió que deseaba servir una misión y lo hizo; se casó, tiene tres hijos, ahora trabaja las horas que ella desea. Tan grande es la demanda por personas con esas aptitudes que ella casi puede hacer lo que le plazca. Trabaja en la Iglesia; tiene un matrimonio sólido; lleva una vida cómoda. Ella es la clase de mujer en la que ustedes podrían soñar convertirse a medida que ven hacia el futuro.

Para ustedes, mis queridas jóvenes amigas, las oportunidades no tienen límite. Ustedes pueden sobresalir en todo respecto; pueden ser las mejores; no hay razón para que sean inferiores. Respétense a sí mismas; no se tengan autoconmiseración. No piensen en las cosas malas que otros puedan decir de ustedes, y sobre todo, no pongan atención a lo que algÚn muchacho pueda decir de ustedes para denigrarlas. Él no es mejor que ustedes. De hecho, él se ha rebajado a sí mismo con sus acciones. Perfeccionen y refinen los talentos que el Señor les ha dado. Sigan adelante en la vida con una mirada optimista y una sonrisa, pero con un grandioso y firme propósito en su corazón. Amen la vida y busquen sus oportunidades, y siempre sean fieles a la Iglesia.

Nunca olviden que vinieron a la tierra como progenie del divino Padre, con una porción de divinidad en su estructura genética. El Señor no las envió a la tierra a fracasar; él no les dio la vida para que la malgastaran; él les concedió el don de la vida terrenal a fin de que obtuviesen experiencia --experiencia positiva, maravillosa y con propósito-- que conducirá a la vida eterna. Él les ha concedido esta gloriosa Iglesia, Su Iglesia, para guiarlas y dirigirlas, para darles la oportunidad de progresar y de pasar por experiencias, para enseñarles, guiarles y animarles, para bendecirlas con el matrimonio eterno, para sellar sobre ustedes un convenio entre ustedes y él, convenio que hará de ustedes Sus hijas escogidas, a quienes él mirará con amor y con un deseo de ayudar. Que Dios las bendiga rica y abundantemente, mis queridas y jóvenes amigas, Sus hijas maravillosas.

Naturalmente, habrá problemas a lo largo del camino; habrá dificultades que superar, pero no durarán para siempre. Él no las abandonará.

Cuando te abrumen penas y dolor,

cuando tentaciones rujan con furor,

ve tus bendiciones; cuenta y verás

cuántas bendiciones de JesÚs tendrás…

No te desanimes do el mal está,

y si no desmayas, Dios te guardará.

Ve tus bendiciones y de El tendrás

en tu vida gran consolación y paz.

Vean lo positivo. Sepan que él las protege, que él escucha sus oraciones y las contestará, que él las ama y que les manifestará ese amor. Déjense guiar por el Espíritu en todo lo que hagan a medida que se esfuerzan por convertirse en la clase de mujer que sueñan llegar a ser. Pueden hacerlo. Tendrán amigas y seres queridos para ayudarlas, y Dios las bendecirá a medida que se esfuercen en su curso. Ésta, jovencitas, es mi humilde promesa y humilde oración en favor de ustedes, en el nombre del Señor Jesucristo. Amén.