2000–2009
Reclamar las preciosas y grandísimas promesas
Octubre 2007


Reclamar las preciosas y grandísimas promesas

El Señor hace promesas generosas y nos asegura de que Él no se apartará de esas promesas.

Les traigo el cariño y los saludos de los fieles santos del Pacífico Sur.

El primer principio del Evangelio es la fe en el Señor Jesucristo; lo que incluye la fe en Su nacimiento divino y en Su herencia celestial, y la fe en que, bajo la dirección de Su Padre, Él creó la tierra y todas las cosas que moran en ella (véase Juan 1:10; Mosíah 3:8). En el núcleo mismo de nuestra fe en Cristo, se encuentra la certeza de que, por medio de Su sacrificio, aun cuando nuestros “pecados [sean] como la grana, como la nieve [serán] emblanquecidos” (véase Isaías 1:18).

La fe en Cristo incluye el conocimiento de que después de Su crucifixión, Él se levantó de la tumba y Su resurrección hizo posible que todo ser humano viva nuevamente (1 Corintios 15:21–23). La fe en Cristo es la seguridad de que Él y Su Padre Celestial se aparecieron a un joven, a José Smith, para preparar el camino de la restauración de todas las cosas en esta dispensación del cumplimiento de los tiempos. Jesucristo es la Cabeza de la Iglesia que lleva Su santo nombre.

La fe en el Señor Jesucristo se pone en evidencia cuando creemos en Sus enseñanzas y reclamamos “Sus preciosas y grandísimas promesas”, y nos convertimos en “participantes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1:4). Sus profetas proclaman innumerables promesas y el Señor nos ha asegurado: “…mi palabra no pasará, sino que toda será cumplida, sea por mi propia voz o por la voz de mis siervos, es lo mismo” (D. y C. 1:38).

En los postreros días, el Señor reveló que “cuando recibimos una bendición de Dios, es porque se obedece aquella ley sobre la cual se basa” (D. y C. 130:21). El Señor hace promesas generosas y nos asegura de que Él no se apartará de esas promesas, ya que dijo: “Yo, el Señor, estoy obligado cuando hacéis lo que os digo; mas cuando no hacéis lo que os digo, ninguna promesa tenéis” (D. y C. 82:10).

Preciosas y grandísimas promesas

Las innumerables preciosas y grandísimas promesas incluyen el perdón de nuestros pecados cuando nosotros “los [confesemos] y los [abandonemos]” (D. y C. 58:43; véase también D. y C. 1:32). El que se abran las ventanas de los cielos es una promesa que reclaman los que pagan fielmente el diezmo (véase Malaquías 3:10), y a los que guardan la Palabra de Sabiduría se les otorgan “…grandes tesoros de conocimiento…” (D. y C. 89:19).

El conservarse sin mancha del mundo es una promesa para aquellos que guardan el día de reposo (véase D. y C. 59:9, Éxodo 31:13). Se les promete guía e inspiración divinas a los que se “…[deleiten] en las palabras de Cristo…” (2 Nefi 32:3–5) y a los que “…[apliquen] todas las escrituras…” a sí mismos (1 Nefi 19:23).

El Señor prometió también que: “cualquier cosa que pidáis al Padre en mi nombre, si es justa, creyendo que recibiréis, he aquí, os será concedida” (3 Nefi 18:20). Se nos promete que el Espíritu Santo será nuestro compañero constante cuando “[dejemos] que la virtud engalane [nuestros] pensamientos incesantemente” (véase D. y C. 121:45–46). Podemos reclamar la promesa del ayuno que libera espiritualmente, que “[desatará] las ligaduras de impiedad,” que “[soltará] las cargas de opresión,” y que “[romperá] todo yugo” (Isaías 58:6).

Aquellos que estén sellados en el santo templo y que con fe guarden sus convenios, recibirán la gloria de Dios, la cual “…será una plenitud y continuación de las simientes por siempre jamás” (D. y C. 132:19).

A menudo, en nuestra impaciencia terrenal, puede que perdamos la visión de las preciosas promesas del Señor y desconectemos la obediencia del cumplimiento de esas promesas. El Señor ha declarado:

“¿Quién soy yo, dice el Señor, para prometer y no cumplir?

“Mando, y los hombres no obedecen; revoco, y no reciben la bendición.

“Entonces dicen en su corazón: Ésta no es la obra del Señor, porque sus promesas no se cumplen. Pero ¡ay de tales!, porque su recompensa yace abajo, y no es de arriba” (D. y C. 58:31–33).

Ver las promesas de lejos

Los componentes importantes de la fe son la paciencia, la longanimidad y el perseverar hasta el fin. El apóstol Pablo habla acerca de la fe de Abel, Enoc, Noé, Abraham y Sara, y después concluye diciendo que “conforme a la fe murieron todos éstos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creándolo, y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra” (véase Hebreos 11:4–13). Esos fieles santos sabían que la vida en esta tierra era sólo un viaje y no el destino final.

Cuando Abraham tenía 75 años, el Señor le prometió: “…haré de ti una nación grande”; eso sucedió en una época en la que él y Sarai no habían tenido todavía hijos (Génesis 12:2). Él tenía 86 cuando la sierva de Sarai, Agar, “dio a luz a Ismael” [hijo de] Abram (Génesis 16:16).

Y el Señor le cambió el nombre de Abram a Abraham y el de Sarai a Sara, y cuando él tenía casi cien años y ella 90, se les prometió que Sara daría a luz a un hijo al que deberían llamar Isaac (véase Génesis 17:17, 19). Ante la incredulidad de ella, el Señor preguntó: “¿Hay para Dios alguna cosa difícil?” (Génesis 18:14). “Y Sara concibió y dio a Abraham un hijo en su vejez” (Génesis 21:2), y el Señor prometió: “…multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar” (Génesis 22:17).

El joven Isaac creció hasta hacerse hombre, y cuando tenía 40 años se casó con Rebeca. “Y oró Isaac a Jehová por su mujer, que era estéril; y lo aceptó Jehová, y concibió Rebeca su mujer” y tuvo gemelos, Esaú y Jacob, cuando su padre tenía 60 años de edad. (Véase Génesis 25:20–26).

Al madurar Jacob y llegar a la edad adecuada, sus padres lo enviaron a casa de Labán, donde conocería a sus dos hijas, Lea y Raquel. Jacob le dijo a Labán: “Yo te serviré siete años por Raquel tu hija menor… Así sirvió Jacob por Raquel siete años; y le parecieron como pocos días, porque la amaba” (Génesis 29:18, 20).

Se acordarán de cómo Labán engañó al joven Jacob para que se casase primero con Lea y luego con Raquel. “Y vio Jehová que Lea era menospreciada, y le dio hijos; pero Raquel era estéril” (Génesis 29:31); y Lea concibió a Rubén, a Simeón y después a Levi y a Judá. Mientras tanto, Raquel seguía sin tener hijos (véase Génesis 29:32–35).

Con envidia y frustración cada vez más grandes, un día Raquel le exigió a Jacob con vehemencia: “Dame hijos, o si no, me muero” (Génesis 30:1). Posteriormente, Lea dio a luz a dos varones más y a una niña.

El Señor no retarda su promesa

El apóstol Pedro testifica que “el Señor no retarda su promesa, según algunos la tienen por tardanza, sino que es paciente para con nosotros…” (2 Pedro 3:9). Hoy en día, en que la tintorería limpia la ropa en una hora y que hay restaurantes de comida rápida de un minuto o menos, a veces, puede llegar a parecernos que nuestro amoroso Padre Celestial ha perdido nuestras promesas, las ha puesto en lista de espera o en una carpeta con el nombre equivocado. Tales eran los sentimientos de Raquel.

Pero con el paso del tiempo, nos encontramos con seis de las palabras más hermosas de Escritura sagrada: “Y se acordó Dios de Raquel” (Génesis 30:22); y ella fue bendecida con el nacimiento de José y después con el nacimiento de Benjamín. Hay millones hoy en la tierra que son descendientes de José, que han aceptado la promesa abrahámica de que por sus esfuerzos “serán bendecidas todas las familias de la tierra, sí, con las bendiciones del evangelio, que son las bendiciones de salvación, sí, de vida eterna” (Abraham 2:11).

Cuando las promesas de los cielos parezcan muy lejanas, ruego que cada uno de nosotros acepte esas preciosas y grandísimas promesas y nunca las deje escapar. Y tal como Dios recordó a Raquel, Dios los recordará a ustedes. De esto testifico, en el nombre de Jesucristo. Amén.