Historia de la Iglesia
43 Una mayor necesidad de estar unidos


“Una mayor necesidad de estar unidos”, capítulo 43 de Santos: La historia de la Iglesia de Jesucristo en los últimos días, tomo II, Ninguna mano impía, 1846–1893, 2020

Capítulo 43: “Una mayor necesidad de estar unidos”

Capítulo 43

Una mayor necesidad de estar unidos

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Dos hombres estrechándose la mano

En septiembre de 1892, Francis Lyman y Anthon Lund llegaron a St. George, Utah. Durante varias semanas, los dos Apóstoles habían estado visitando los barrios y aconsejando a los santos del centro y del sur de Utah. Al aproximarse la finalización del Templo de Salt Lake, la Primera Presidencia y los Doce habían empezado a alentar a los santos a ser más unidos, pero en lugar de encontrar armonía y buena voluntad en sus viajes, Francis y Anthon habían encontrado a menudo barrios y ramas en los que imperaba la discordia. St. George no era diferente1.

Gran parte de la contención surgía de la política. Durante décadas, los santos de Utah habían votado por candidatos locales del Partido del Pueblo, un partido político compuesto principalmente por miembros de la Iglesia. Sin embargo, en 1891, los líderes de la Iglesia disolvieron el Partido del Pueblo y alentaron a los santos a unirse ya fuese a los demócratas o a los republicanos, los dos partidos que dominaban la política de los Estados Unidos. Esos líderes esperaban que más diversidad política entre los santos pudiese aumentar su influencia en las elecciones locales y en Washington, D. C. También creían que la diversidad ayudaría a la Iglesia a lograr metas tales como que Utah alcanzara la categoría de estado y la amnistía general para los santos que habían concertado matrimonios plurales antes del Manifiesto2.

Sin embargo ahora, por primera vez, los santos se encontraban envueltos en acaloradas batallas unos con otros sobre los diferentes puntos de vista políticos3. El conflicto inquietaba a Wilford Woodruff, quien había instado a los santos en la Conferencia General de abril de 1892 a que cesaran sus riñas.

“Todo hombre tiene tanto derecho —profetas, apóstoles, santos y pecadores— a sus convicciones políticas como a sus opiniones religiosas”, declaró Wilford. “No se lancen suciedad, inmundicia ni tonterías el uno al otro por cualquier diferencia en asuntos políticos”.

“Ese espíritu nos llevará a la ruina”, advirtió4.

En St. George, al igual que en otros lugares, la mayoría de los santos creían que debían unirse al partido demócrata, ya que el partido republicano por lo general había dirigido la campaña contra la poligamia en contra de la Iglesia. En muchas comunidades, la actitud predominante era que un buen Santo de los Últimos Días nunca podría ser republicano5.

Wilford Woodruff y otros líderes de la Iglesia querían desafiar ese punto de vista, en especial porque en ese momento el Gobierno de Estados Unidos estaba en manos de una administración republicana6. A medida que Anthon y Francis iban conociendo mejor la situación en St. George, quisieron ayudar a los santos a entender que podían diferir en lo político sin crear amargura o división dentro de la Iglesia.

Durante una reunión del sacerdocio efectuada por la tarde, Francis les recordó a los hombres que la Iglesia necesitaba miembros en ambos partidos políticos. “No queremos que nadie que sea demócrata cambie”, les aseguró, pero dijo que los santos que no sintieran lazos fuertes hacia el partido demócrata debían considerar unirse a los republicanos. “Entre los dos grupos hay mucha menos diferencia que lo que se supuso al principio”, señaló7.

Entonces Francis expresó su amor por todos los santos, sin importar sus opiniones políticas. “No debemos permitir que sintamos amargura en nuestro corazón hacia otros”, recalcó8.

Dos días después, Francis y Anthon fueron al Templo de St. George, donde ayudaron con bautismos, investiduras y otras ordenanzas. En el edificio prevaleció un espíritu edificante9.

Era la clase de espíritu que los santos necesitaban mientras se preparaban para dedicar otro templo al Señor.


En Salt Lake City, carpinteros, electricistas y otros obreros hábiles trabajaban rápidamente para asegurarse de que el interior del Templo de Salt Lake estuviera listo para la dedicación en abril de 1893. El 8 de septiembre, la Primera Presidencia hizo un recorrido del edificio con el arquitecto Joseph Don Carlos Young y otras personas. Mientras iban de sala en sala, inspeccionando el progreso de la obra, los miembros de la Presidencia estuvieron complacidos con lo que vieron.

“Todo se está haciendo con el mejor acabado”, señaló George Q. Cannon en su diario.

George estaba especialmente impresionado con las características modernas del templo. “Es sorprendente los cambios que han ocurrido a través de las invenciones desde que se trazaron los primeros planos del templo”, escribió. Truman Angell, el arquitecto original del templo, había planeado calentar e iluminar el templo con estufas y velas. Ahora las nuevas tecnologías permitían que los santos instalaran luces eléctricas y un sistema de calefacción a vapor por todo el edificio. Los obreros también estaban instalando dos ascensores a fin de que los participantes pudieran trasladarse fácilmente de un piso a otro10.

Sin embargo, los fondos para la construcción se agotaron y algunas personas dudaban de que la Iglesia tuviera los recursos para terminar el templo en los seis meses que restaban para la dedicación. Desde 1890, la Primera Presidencia había estado invirtiendo considerablemente en una fábrica de remolacha azucarera al sur de Salt Lake City, con la esperanza de crear un cultivo comercial para los agricultores locales y generar nuevos empleos para las personas que de otro modo tendrían que irse de Utah en busca de mejores oportunidades de trabajo. Esa inversión, junto con la pérdida de propiedades de la Iglesia que el Gobierno federal había confiscado, dejó a los líderes de la Iglesia sin valiosos recursos que podrían haber utilizado para terminar el templo11.

Las Sociedades de Socorro, las Asociaciones de Mejoramiento Mutuo, las Primarias y las Escuelas Dominicales trataron de aliviar la carga económica recolectando donativos para el fondo del templo, pero aún quedaba mucho por hacer.

El 10 de octubre, la Primera Presidencia y el Cuórum de los Doce se reunieron con otros líderes de la Iglesia, entre ellos presidentes de estaca y obispos, en el parcialmente terminado salón grande de asambleas en el piso superior del templo. El propósito de la reunión era reclutar líderes locales para ayudar a recaudar fondos para el templo12.

Poco después de que George Q. Cannon iniciara la reunión, John Winder, consejero del Obispado Presidente, informó a la asamblea que se requerirían por lo menos otros 175 000 dólares para terminar el templo. Amueblar el interior costaría aún más.

Wilford Woodruff habló de su ferviente deseo de que el templo se terminara a tiempo. Luego, George instó a los hombres que estaban en la sala a utilizar su influencia para recaudar los fondos necesarios. Se esperaba que cada estaca recolectara cierta cantidad según su tamaño y los medios de cada familia.

Los hombres que se hallaban en la sala sintieron el Espíritu con fuerza y accedieron a ayudar. Un hombre, John R. Murdock, recomendó que todos los presentes dijeran cuánto estaban dispuestos a donar personalmente al templo. Uno por uno, los líderes de la Iglesia se comprometieron generosamente, prometiendo una contribución total de más de 50 000 dólares.

Antes de concluir la reunión, George dijo: “En mi opinión, desde que se organizó la Iglesia nunca ha habido una época en la que haya habido una mayor necesidad de estar unidos en la Iglesia que ahora”. Testificó que la Primera Presidencia estaba unida y procuraba constantemente conocer la intención y la voluntad del Señor en cuanto a la manera de dirigir la Iglesia.

“El Señor nos ha bendecido y ha reconocido nuestras labores”, declaró. “Nos ha aclarado, día tras día, el curso que debemos seguir”13.


Entre los carpinteros que trabajaban en el templo estaba Joseph Dean, el expresidente de la Misión Samoana. Joseph había regresado del Pacífico dos años antes. Por un tiempo, había tenido dificultades para encontrar un trabajo fijo para mantener a sus dos esposas, Sally y Florence, y a siete hijos. Cuando lo contrataron para trabajar en el templo en febrero de 1892, el trabajo fue una gran bendición, pero su salario y los ingresos de Sally por costura y confección eran apenas suficientes para dar de comer, proteger y vestir a la familia numerosa14.

En el otoño de 1892, la Primera Presidencia aprobó aumentos del diez por ciento para los trabajadores del templo para garantizar que recibieran el mismo pago que otros trabajadores de la industria. Para algunos hombres, era el salario más alto que jamás se les había pagado15. Joseph y sus esposas estaban agradecidos por el aumento, pero siguieron teniendo dificultades para que el dinero les alcanzara.

Sin embargo, pagaron fielmente sus diezmos e incluso donaron veinticinco dólares al fondo del templo16.

El 1 de diciembre, Joseph recibió su paga mensual de 98,17 dólares. Después del trabajo, fue a una tienda cercana para pagar una deuda de cinco dólares. El dueño de la tienda era su obispo y, en lugar de simplemente aceptar el pago, el obispo le dijo que el presidente de estaca había pedido recientemente a cada familia de la estaca que donara una cantidad específica de dinero a la Iglesia para la construcción de templos. A Joseph y a su familia se les había pedido que contribuyeran 100 dólares.

Joseph estaba atónito; Sally acababa de dar a luz y Joseph todavía tenía que pagarle al médico. También debía dinero en otras cinco tiendas, además del alquiler de la casa de Florence. En total, el pago de todas sus deudas excedía su salario mensual, el cual en sí era menor que la donación que la estaca solicitaba. ¿Cómo podría él aportar tanto, especialmente después de que su familia acababa de donar veinticinco dólares con gran sacrificio?

Pese a lo difícil que sería cumplir con su obligación, Joseph accedió a encontrar la manera de conseguir el dinero. “Haré lo mejor que pueda”, escribió esa noche en su diario, “y confiaré en que el Señor hará que me alcance”17.


Ese mes de enero, Maihea, un líder anciano de los santos de las islas Tuamotu, convocó a una conferencia en Faaite, un atolón ubicado a unos 500 kilómetros al noreste de Tahití. Los días previos a la conferencia llovió fuertemente, sin embargo, los santos decididos no permitieron que el clima les impidiera asistir18.

Una mañana, poco antes de la conferencia, una brisa fuerte trajo cuatro barcos hasta Faaite desde Takaroa, un atolón que quedaba a dos días al norte. Maihea se enteró de que entre los santos recién llegados había cuatro hombres blancos que afirmaban ser misioneros de la Iglesia, con la autoridad para enseñar el Evangelio restaurado19.

Maihea desconfiaba. Siete años antes, un misionero de la Iglesia Reorganizada de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días había llegado a su aldea ubicada en el atolón vecino Anaa. El misionero había invitado a los santos de Anaa a reunirse con él para adorar, alegando que Brigham Young y los santos de Utah se habían separado de la verdadera Iglesia de Cristo. Muchos santos habían aceptado su invitación, pero Maihea y otras personas lo habían rechazado, recordando que Brigham Young había enviado a los misioneros que les enseñaron el Evangelio20.

Sin saber si esos nuevos misioneros eran verdaderos representantes de la Iglesia, Maihea y los santos de Tuamotu los recibieron fríamente, dándoles solo un coco que aún no estaba maduro para comer. Sin embargo, al poco tiempo, Maihea se enteró de que el misionero de más edad era un hombre con una sola pierna llamado James Brown, o Iakabo, que era el nombre de uno de los misioneros que le había enseñado el Evangelio. Incluso los santos que eran demasiado jóvenes para haber conocido a James Brown habían escuchado personalmente a los de la generación mayor mencionar su nombre.

Dado que Maihea era ciego y no podía reconocer al misionero por medio de la vista, lo confrontó con preguntas21. “Si usted es el mismo que ha estado entre nosotros antes, ha perdido una pierna”, dijo Maihea, “porque el Iakabo que solía conocer tenía dos piernas”.

Maihea entonces le preguntó a James si enseñaba la misma doctrina que el hombre que lo había bautizado hacía muchos años.

James respondió que sí.

Las preguntas de Maihea continuaron: ¿Ha venido desde Salt Lake City? ¿Quién es el Presidente de la Iglesia ahora que Brigham Young ha muerto? ¿Qué mano levanta al bautizar? ¿Es cierto que cree en el matrimonio plural?

James respondió cada pregunta, pero Maihea aún estaba insatisfecho. “¿Cuál era el nombre del pueblo donde los franceses lo arrestaron?”, preguntó. Una vez más, James respondió la pregunta correctamente.

Finalmente, el temor de Maihea se desvaneció y de buena gana estrechó la mano de James. “Si usted no hubiera venido y nos hubiera convencido de que era el mismo hombre que estuvo aquí antes, habría sido inútil enviar a estos jóvenes aquí”, dijo, refiriéndose a los misioneros que acompañaban a James, “porque no los hubiéramos recibido”.

“Pero ahora”, dijo Maihea, “le damos la bienvenida y también damos la bienvenida a estos jóvenes”22.


Ese mismo mes, Anthon Lund, Francis Lyman y B. H. Roberts visitaron Manassa, Colorado, a petición de la Primera Presidencia. Habían pasado cuatro meses desde que Anthon y Francis habían pedido a los santos de St. George que dejaran de pelear por la política. Desde entonces, conflictos similares habían continuado alterando a Manassa y a otras comunidades de santos. Ahora que solo faltaba un poco más de dos meses para la dedicación del Templo de Salt Lake, los líderes de la Iglesia temían que esas comunidades no estuvieran preparadas para la dedicación si no podían reunirse en compañerismo y amor23.

En Manassa, varios santos se reunieron con los tres líderes de la Iglesia para expresar sus quejas. Algunos días, Anthon pasaba hasta diez horas escuchando acusaciones y contraataques relacionados con disputas políticas, de negocios y personales. Contó un total de sesenta y cinco conflictos individuales que los santos de Manassa querían que los líderes de la Iglesia resolvieran24.

Después de revisar cada caso, él y sus compañeros trataron de resolver las quejas que causaban más divisiones. Algunos santos resolvieron sus desacuerdos en privado o accedieron a disculparse públicamente por las cosas que habían dicho y hecho. Otros, aunque insatisfechos con las soluciones recomendadas, prometieron humildemente adherirse a ellas25.

Después de dos semanas, Anthon, Francis y B. H. creyeron que habían hecho todo lo posible para ayudar a los santos de Manassa. Sin embargo, sabían que aún existían muchos conflictos menores. “Les pedimos que ejerzan todas sus energías para resolver cualquier dificultad que todavía pueda existir”, dijeron a la presidencia de estaca local, “y para unir al pueblo en el espíritu del Evangelio”26.

B. H. acompañó a Anthon y a Francis al tren, pero no viajó con ellos. Su segunda esposa, Celia, y sus hijos vivían en Manassa, y quería pasar unos días más con ellos27.

Cuando regresó a Utah, B. H. recurrió a su diario para reflexionar sobre los esfuerzos por superar conflictos y hallar paz en su propia vida. Durante más de un año, lo habían atormentado sus propias luchas por apoyar el Manifiesto. El corazón se le había ablandado poco a poco, al recordar la confirmación espiritual que había recibido como un destello de luz cuando escuchó por primera vez sobre el cambio.

“Tal vez he transgredido al rechazar el primer testimonio que recibí en cuanto al mismo y al permitir que mis propios prejuicios y mi propio e insuficiente razonamiento humano se opusieran a la inspiración de Dios”, escribió B. H.

“No entendía los propósitos por los cuales se expidió el Manifiesto y hasta el día de hoy, sigo sin entenderlo”, continuó. “Pero estoy seguro de que está bien; tengo la certeza de que Dios tiene un propósito con él y en el debido tiempo será manifestado28.


El 5 de enero de 1893, Joseph Dean se enteró de que el presidente de los Estados Unidos, Benjamin Harrison, había firmado una proclamación general de amnistía, que extendía el perdón a los santos que habían practicado el matrimonio plural, pero que habían dejado de cohabitar después del Manifiesto29.

Unos meses antes, el presidente había notificado a los líderes de la Iglesia que firmaría la proclamación. En la misma comunicación, había pedido a la Primera Presidencia que orara por su esposa, Caroline, que estaba en su lecho de muerte. Tras años de conflicto entre los santos y el Gobierno, a los de la Primera Presidencia les sorprendió la solicitud, pero se sintieron honrados de cumplirla30.

Para Joseph, la proclamación de la amnistía tuvo poco impacto, ya que él no había abandonado a su familia plural después del Manifiesto. Sin embargo, el diario Deseret News y otros periódicos de Utah reconocieron la importancia simbólica de la proclamación, y en algunos artículos se instaba a los santos a estar agradecidos al presidente Harrison por haberlo emitido de buena fe31.

Mientras tanto, Joseph y otros trabajadores habían extendido su jornada laboral a dos horas más para terminar el Templo de Salt Lake para el 6 de abril. La Primera Presidencia visitaba el sitio de construcción con regularidad con el fin de verificar detalles y alentar a los artesanos en sus esfuerzos32.

Joseph, por su parte, estaba resuelto a aportar su mejor esfuerzo para la edificación del templo y cumplir la promesa de donar 100 dólares para su finalización. En febrero, el apóstol John W. Taylor canceló el importe del interés de un préstamo que le había otorgado a Joseph, que era de cien dólares, y este de inmediato lo consideró una bendición. “Considero que el Señor me ha reembolsado”, escribió en su diario33.

Para mediados de marzo, Joseph había pagado setenta y cinco dólares para la construcción del templo y esperaba pagar los veinticinco dólares restantes en abril, justo antes de la finalización del templo. También llevó a dos de sus hijos a ver el interior del templo. En el bautisterio, les mostró una pila grande que descansaba sobre el lomo de doce bueyes de hierro fundido, un espectáculo que asustó a Jasper, su hijo de cinco años, que pensaba que los animales eran reales34.

En una sala de investiduras en el sótano del templo, los artistas estaban pintando hermosos murales que representaban el Jardín de Edén, con cascadas, praderas y colinas ondulantes. Desde esta sala, una escalera conducía a otra sala de investiduras, donde había murales adicionales de desiertos, acantilados irregulares, animales salvajes y nubes oscuras que representaban la vida después de la Caída. Antes de comenzar los murales, la Primera Presidencia había apartado a la mayoría de los artistas que hacían el trabajo y habían recibido capacitación a nivel mundial de maestros de arte de París35.

Cerca de finales de marzo de 1893, el obispo John Winder convocó a los trabajadores y los exhortó a que resolvieran cualquier queja o sentimiento negativo que existiese entre el equipo de trabajo. El templo debía estar preparado físicamente para la dedicación, pero los trabajadores también debían estar preparados espiritualmente36.

A fin de ayudar a todos los santos a reconciliarse con Dios y los unos con los otros, la Primera Presidencia pidió que doce días antes de la dedicación se llevara a cabo un ayuno especial.

“Antes de entrar en el templo para presentarnos ante el Señor en asamblea solemne”, escribieron en una carta dirigida a todos los miembros de la Iglesia, “nos despojaremos de todo sentimiento áspero y cruel que exista entre nosotros”37.

El día del ayuno, un sábado, Sally y Florence Dean se reunieron con otros santos para cantar, hablar y orar, pero Joseph no pudo estar con ellos. Había mucho trabajo que hacer en el templo, y él y sus compañeros de trabajo trabajaron todo el día, al tiempo que ayunaban38.

En los días siguientes, Joseph ayudó a instalar las tarimas del piso mientras que otros equipos de instaladores de alfombras, instaladores de cortinas, pintores, doradores y electricistas se apresuraban para terminar las tareas de último momento. Luego, un comité de hombres y mujeres adornaron los salones con muebles elegantes y otras decoraciones. Entre los artículos que tenían a su alcance había cubiertas de seda para los altares y otros objetos artesanales que donaban las mujeres de los barrios de toda la ciudad.

Todavía se tendría que realizar más trabajo después de la dedicación, pero Joseph estaba seguro de que el templo estaría listo para abrir sus puertas en el día señalado. “Después de todo, las cosas están marchando muy bien hacia su conclusión”, escribió39.


El día del ayuno general en la Iglesia, Susa Gates recibió una carta de su hija de diecinueve años, Leah, en busca de reconciliación. En ese momento, Susa vivía en Provo mientras que Leah asistía a la universidad en Salt Lake City. “Nunca imaginé”, escribió Leah, “que era a mi propia y querida madre a quien debía pedir perdón y suplicar su absolución por los resentimientos y agravios del pasado”40.

A principios de esa semana, Susa había discutido con Leah acerca del padre de esta, Alma Dunford. Hacía varios años que Susa se había divorciado de Alma al no poder soportar más su alcoholismo y sus abusos. Sin embargo, Alma había obtenido la custodia de Leah, por lo que ella se había criado con la familia de su padre, lejos de Susa.

Desde entonces, Alma se había vuelto a casar y había tenido más hijos. A pesar de que seguía teniendo dificultades con la Palabra de Sabiduría, Alma se había convertido en un buen esposo y padre que proveía bien para su familia, a quien crio en la Iglesia. Leah lo amaba y lo veía de manera diferente a como lo hacía su madre. “Conoces mis sentimientos y no puedo evitar compartirlos”, le dijo Leah a Susa. “Amo a mi madre más de lo que se pueda expresar con palabras, pero también amo a mi padre”.

Sin embargo, después de la discusión, Leah sentía que tenía que disculparse. “Humilde y sinceramente me arrepiento, y ruego que me perdones y lo olvides”, escribió41.

Mientras Susa leía la carta, lamentaba que su hija estuviera agobiada por el remordimiento. El padre de Susa, Brigham Young, le había aconsejado que siempre colocara a su familia en primer lugar, prometiendo que toda cosa grandiosa que después lograra contribuiría a aumentar su gloria. Desde aquel entonces, Susa había tenido éxito dentro y fuera del hogar. A los treinta y siete años de edad, tenía un matrimonio amoroso, seis hijos vivos y otro en camino, y se la reconocía como una de las escritoras más talentosas y prolíficas de la Iglesia42.

Sin embargo, con todo su éxito, a veces Susa sentía que no estaba a la altura de sus elevadas expectativas de la maternidad ideal. Su relación con Leah había sido particularmente difícil. Durante muchos años después del divorcio, no habían podido interactuar en persona. No obstante, cuando Leah tenía quince años, Susa había hecho arreglos para reunirse en la Casa del León, donde se abrazaron y lloraron de gozo. A partir de ese momento, Susa y Leah habían disfrutado de una relación amorosa y cariñosa, y a veces se sentían más como hermanas que como madre e hija43.

El sábado 25 de marzo, Susa asistió a la reunión especial de ayuno en Provo con sus compañeras en la fe. Susa no podía dejar de pensar en Leah. Susa se dio cuenta de que el adversario haría todo lo posible por quebrantar los lazos de amor que recién habían nacido entre ella y su hija mayor, y ella no lo iba a permitir.

Tan pronto como pudo, respondió a la carta de Leah. “Mi querida y adorada niña”, escribió, “quiero que sepas que cada día te amo más”. Ella también pidió perdón a Leah y prometió mejorar. “Sé que estoy lejos de ser perfecta”, admitió. “Tal vez, lo que más me dolió de tus palabras haya sido, según creo, que en cierta medida las merecía”.

“Mediante la oración y un poco de esfuerzo de nuestra parte, podemos aprender a dejar estas cosas de lado”, escribió. “Dame un beso y no volvamos a mencionar esto nunca más”44.