2019
¿Necesito tener una certeza absoluta para cumplir los mandamientos?
Abril de 2019


Sección Doctrinal

¿Necesito tener una certeza absoluta para cumplir los mandamientos?

Yo, aunque me crie en un ambiente que no invitaba a ello, fui católico practicante hasta que me bauticé en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días; y cuando digo “practicante” quiero decir que me esforcé por cumplir todos “los mandamientos de la ley de Dios y de la Santa Madre Iglesia”, centrándome sobre todo en dos, respectivamente: “No cometerás actos impuros” y “Oír Misa entera todos los domingos y fiestas de guardar”.

Estuve matriculado tres años en el Colegio de los Salesianos de Santo Domingo Savio del barrio madrileño de San Blas, entre las edades de trece a quince años. En este colegio, teníamos Misa diaria, y yo estuve encargado durante algún tiempo de dirigir el rezo del Santo Rosario. Ayudé en Misa como monaguillo muchas veces, y disfrutaba tanto de la religiosidad en aquellos años de mi adolescencia que me propusieron ir a un Seminario para ser sacerdote; no fui porque mi padre era ateo, y no me atreví a preguntárselo.

Aunque la mayoría de los alumnos dejaban de ir a Misa cuando salían del colegio, mostrando que aquello había sido más obligación que devoción, yo me esforzaba por no faltar a Misa nunca: ni antes, ni durante, ni después. Y cualquier cosa que me impidiera cumplir con ese mandamiento, la apartaba de mi vida. Por ejemplo, años después de salir del colegio de los Salesianos, me inscribí en la Escuela Provincial de Espeleología de Guadalajara, y muchos fines de semana salíamos de exploración, entrando en todos los agujeros que encontrábamos. Era muy interesante bajar por las simas, colgados de las escalas o haciendo rápel, arrastrarnos por las gateras, y, alumbrados con la llama de gas acetileno en nuestros cascos, que se producía en el carburero que llevábamos a la cintura, descubrir galerías subterráneas con estalactitas, estalagmitas y lagunas cristalinas. Sacábamos planos del interior de las cuevas, y hacíamos un estudio de la flora y de la fauna. El diario deportivo AS publicó un artículo sobre nuestra escuela, porque descubrimos y exploramos en el pueblo de Peralejos de las Truchas una sima desconocida hasta ese momento, a la que dimos el nombre de Sima del Bochorno. Mi experiencia deportiva y cultural como espeleólogo fue muy interesante, hasta que un domingo volví a casa tan tarde que, después de recorrer todas las parroquias del barrio, me tuve que acostar en pecado mortal, por no haber oído Misa ese domingo. Prometí que no volvería a ocurrirme nunca más, y me di de baja de la escuela.

Y lo mismo podría decir sobre la ley de castidad: La Virgen María, “Una virgen más hermosa y pura que toda otra virgen” (1 Nefi 11:15), era mi inspiración. En mi caso, en aquellos años adolescentes salesianos, la que me inspiraba y ayudaba a mantenerme lejos de toda impureza era María Auxiliadora con el Niño Jesús en brazos (cfr. 1 Nefi 11:20), que yo dibujaba lleno de fervor.

Sin embargo, no todas las enseñanzas estaban claras para mí: yo tenía bastantes dudas, que aumentaban con el paso de los años. Pero nunca usé mis dudas como una excusa para abandonar la Iglesia Católica y dejar de obedecer los mandamientos: seguía esforzándome por cumplir lo mejor posible, haciendo mío el lema de Santo Domingo Savio, “Antes morir que pecar” (cfr. Alma 24:19), esperando el día en que Dios me diera más conocimiento. Dejar la Iglesia Católica en aquellos años habría sido como tirar el paraguas en medio del chaparrón, sólo porque fuera demasiado pequeño para lo que estaba cayendo.

De esta manera, cuando entre septiembre y octubre de 1970, teniendo yo diecinueve años, me encontré con dos misioneros, y empezaron a enseñarme el Evangelio Restaurado, estaba preparado para el cambio. Quedé tan profundamente impresionado con sus enseñanzas, que el domingo siguiente a la primera charla dejé de ir a Misa, y empecé a ir a todas las reuniones de la Iglesia de Jesucristo. Y, aunque en aquella época las reuniones eran los domingos por la mañana y por la tarde, seguía teniendo muy claro que debía asistir a todas las reuniones dominicales, no permitiendo que nada ni nadie me impidiera cumplir con el día de reposo. Esto es algo que algunos de los miembros de la Iglesia que conocí en aquella época no tenían tan claro, ni tampoco muchos de los que conozco ahora.

Cuando me cuentan que alguien ha dejado de asistir a las reuniones dominicales, y que ya no cumple los mandamientos porque tiene dudas y está perdiendo su testimonio, recuerdo mi experiencia católica, y me pregunto, “¿Son incompatibles las dudas con seguir activo en la Iglesia y cumplir los mandamientos? ¿La religiosidad es sólo la conexión con la Iglesia como organización, o es también la conexión con Dios? Cuando nos enfrentemos al tribunal de Cristo, ¿nos van a juzgar por la claridad de nuestro testimonio, o por la calidad de nuestra vida?”.

Creo que no me equivoco si digo que yo nací católico como parte del plan que Dios tenía para mí: “Y con esto le probaremos, y si guarda esa primera creencia, le añadiré una segunda, y si guarda la segunda, aumentaré su gloria” (cfr. Abraham 3:25–26). Y al esforzarme por ser un buen católico, como en la parábola de los talentos, sentía que el Señor me decía, “Buen siervo, sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré” (cfr. Mateo 25:21), y envió los misioneros a enseñarme. Y esto se aplica a todos los millones de católicos (y otros creyentes) fieles que viven, han vivido o vivirán, muchos de los cuales murieron o morirán sin haber conocido el Evangelio Restaurado en este mundo, pero lo conocerán en el otro.

Cuando compartimos el testimonio, decimos “yo sé”. Pero no es sólo “saber”; se trata sobre todo de “ser”: “To be, or not to be, that is the question”, como puso William Shakespeare en boca de Hamlet. O, dicho en traducción libre, “Ser o estar: ese es el dilema”. ¿Nosotros somos, o sólo estamos? Yo estaba antes en la Iglesia Católica, y era católico “practicante”; ahora estoy en la Iglesia de Jesucristo, y me esfuerzo por ser “activo”. Como decía el filósofo español Julián Marías, “las creencias verdaderas” son una cosa, y “las verdaderas creencias”, otra. El Señor nos juzgará por las segundas, no por las primeras, porque no se trata sólo de ser miembros de la Iglesia verdadera, sino de ser verdaderos miembros de la Iglesia también: lo primero no depende de nosotros, y no tiene sentido presumir de ello, pero lo segundo sí, y de eso deberíamos testificar, no sólo con palabras, sino sobre todo con una manera coherente de vivir entre lo que creemos y lo que cumplimos.